martes, 18 de septiembre de 2012

El hombre que plantaba árboles 1

Dibujo realizado por Javier Herrero
Jean Giono
El hombre que plantaba árboles (1)
El relato de Jean Giono comienza en 1913 y se extiende a lo largo de tres décadas; son reales los lugares en que trascurre, pero, ante el interés que pronto se despertó sobre la supuesta existencia del protagonista, Eleazar Bouffier, el propio Giono lo aclaró en una carta dirigida al director del Departamento de Aguas y Bosques en Digne, en 1957: 
Estimado Señor: 
Siento mucho decepcionarlo, pero Eleazar Bouffier es un personaje inventado. El motivo fue el de hacer que se ame al árbol o más exactamente: hacer que se ame plantar árboles (que de siempre ha sido una de mis ideas más preciadas). O, si lo juzgo por el resultado, el objetivo lo consiguió este personaje imaginario. El texto que usted leyó en Trees and life se ha traducido al danés, finés, sueco, noruego, inglés, alemán, ruso, checoslovaco, húngaro, español, italiano, yidis y polaco. He cedido mis derechos gratuitamente a todas las reproducciones. Un americano me vino a ver recientemente para solicitarme la autorización para publicar una edición de 100.000 ejemplares del texto, para distribuirlas gratuitamente en América (lo que por supuesto he aceptado). La Universidad de Zagreb ha hecho una traducción al yugoslavo. Éste es uno de mis textos de que me siento más orgulloso. No me produce ni un céntimo y es porque cumple aquello por lo que fue escrito. 
Si le fuera posible me encantaría reunirme con usted, para hablar precisamente de la utilización práctica de este texto. Creo que ya es hora de que se haga una “política del árbol”, aunque la palabra política no parezca nada adecuada. 
Muy cordialmente,
Jean Giono 
Reproducción de la carta enviada por Jean Giono

El hombre que plantaba árboles

Para que en el carácter de un ser humano se desvelen cualidades verdaderamente excepcionales hace falta tener la buena fortuna de poder observar sus actos durante muchos años. Si esos actos están despojados de todo egoísmo, si la idea que los guía es de una generosidad sin parangón, si hay certidumbre absoluta de que no han buscado recompensa alguna y de que además ha dejado marcas visibles en el mundo, entonces se está, sin riesgo de error, ante un carácter inolvidable. 
Hace unos cuarenta años hice una larga travesía a pie, por montes absolutamente desconocidos por los turistas, en esa antigua región de los Alpes que penetra en La Provenza. 
Esa región está delimitada al sureste por el curso medio del Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte por el curso superior del Drôme, desde su nacimiento hasta Die, al oeste por las planicies del Condado de Venaissin y las estribaciones del Monte Ventoso. Comprende toda la parte norte del Departamento de Alpes de Alta Provenza, el sur del de Drôme y un pequeño enclave del de Vaucluse. 
Eran páramos desnudos y monótonos, en el tiempo en que emprendí el largo recorrido por esos despoblados, de 1 200 a 1 300 m de altitud. Allí no crecía más que la lavanda silvestre. 
Atravesaba esa comarca por su parte más ancha y, tras tres días de camino, me encontré en medio de una desolación sin igual. Acampé junto al los restos de una aldea abandonada. No me quedaba agua desde la víspera y necesitaba encontrar más. Aquellas casas aglomeradas, aunque en ruinas, como un viejo nido de avispas, me hicieron pensar que tiempo ha allí hubo de haber una fuente o un pozo. De hecho había una fuente, pero seca. Las cinco o seis casas sin tejado, roídas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con el campanario desplomado, estaban dispuestas como lo están las casas y las capillas en las aldeas vivas, pero toda vida había desaparecido. 
Jean Giono
Era un hermoso día de junio, pleno de sol, pero en esas tierras sin abrigo y elevadas hacia el cielo, el viento soplaba con una violencia insoportable. Sus rugidos sobre los cadáveres de las casas eran como los de una fiera salvaje interrumpida durante su comida. 
Tuve que levantar mi campamento. A cinco horas de marcha, aún no había encontrado agua y nada podía darme la esperanza de encontrarla. Por todas partes había la misma aridez, las mismas matas leñosas. Me pareció vislumbrar a lo lejos una pequeña silueta negra, de pie. La tomé por el tronco de un árbol solitario. Por casualidad, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de ovejas reposaban tumbadas sobre la tierra ardiente cerca suyo.
Me dio de beber de su cantimplora y, un poco más tarde, me condujo hasta su aprisco en una ondulación de la meseta. Obtenía el agua —excelente— de un pozo natural, muy profundo, sobre el que había instalado un torno rudimentario. 
Este hombre hablaba poco. Es la costumbre de los solitarios, pero se notaba que estaba seguro de sí mismo y confiado en esa seguridad. Esto resultaba insólito en aquel lugar despojado de todo. No vivía en una cabaña sino en una verdadera casa de piedra en la que se veía muy bien cómo con su propio trabajo había restaurado las ruinas que allí encontró al llegar. El techo era sólido y estanco. El viento que lo golpeaba producía en las tejas un ruido como el del mar en las playas. 
Su casa estaba en orden, su vajilla lavada, el suelo barrido, su escopeta engrasada; su sopa hervía en el fuego. Entonces me di cuenta de que también estaba recién afeitado, que todos sus botones estaban cosidos sólidamente y su ropa remendada con el cuidado minucioso que deja invisibles los remiendos. 
Compartió su sopa conmigo y cuando después le ofrecí mi petaca de tabaco me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como él, era amistoso pero sin zalamerías. 
De inmediato se había dado por supuesto que pasaría la noche ahí; el pueblo más cercano todavía se encontraba a más de día y medio de camino. Y, además, yo ya conocía perfectamente el carácter de los raros pueblos de esa región. Hay cuatro o cinco dispersos en las laderas de esos montes, alejados unos de otros, entre bosquetes de robles albares al final de caminos carreteros. Están habitados por leñadores que hacen carbón con la madera. Son lugares donde se vive mal. Las familias se apretujan unos contra otros en ese clima de una rudeza excesiva, tanto en verano como en invierno, incomunicados exasperan su egoísmo. La ambición irracional alcanza cotas desmedidas en su deseo de huir de aquel lugar. 
Los hombres llevaban su carbón al pueblo en camiones y después regresaban. Las cualidades más sólidas se quiebran bajo esta alternancia perpetua de situaciones extremas. Las mujeres cocinaban rencores a fuego lento. Había rivalidad por todo, desde la venta del carbón hasta el banco en la iglesia; virtudes que luchan entre ellas, vicios que luchan entre si y por la incesante lucha general de vicios y virtudes. Por encima de todo, el viento, igualmente incesante, irrita los nervios. Había epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, casi siempre asesina. 
(Continuará en la segunda parte)

Traducción del francés de Francisco Figueroa / Fundación As Salgueiras 

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