viernes, 21 de septiembre de 2012

El hombre que plantaba árboles y 4

Jean Giono. Foto: Keystone
Jean Giono
El hombre que plantaba árboles (y 4)

(viene de la tercera parte)

La obra no corrió un grave riesgo más que durante la guerra de 1939. Los coches funcionaban entonces con gasógeno, nunca había suficiente madera para producirlo. Se comenzaron a hacer talas en los robles de 1910, por suerte, estos bosques están tan lejos de todas las redes de carreteras que la empresa se reveló muy mala desde el punto de vista financiero. Se abandonó. El pastor no vio nada. Estaba a treinta kilómetros de allí, continuaba pacíficamente su trabajo, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la guerra del 14. 
Vi a Eleazar Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces ochenta y siete años. Yo había retomado de nuevo la ruta del desierto, pero ahora, a pesar del deterioro en que la guerra había dejado el país, había un coche de linea que circulaba entre el Valle del Durance y la montaña. Eché la culpa a ese medio de transporte relativamente rápido el hecho de que ya no reconocía los lugares de mis antiguos paseos. Me pareció también que el itinerario me hacía pasar por nuevos lugares. Me hizo falta el nombre de un pueblo sin para concluir que estaba en aquella región antaño en ruinas y desolada. El autocar me dejó en Vergons. 
En 1913, esa aldea de diez a doce casas tenía tres habitantes. Eran salvajes, se detestaban, vivían de la caza con trampas: poco más o menos en el estado físico y moral de los hombres prehistóricos. Las ortigas devoraban entorno suyo las casas abandonadas. Su condición era desesperanzadora. Para ellos no había más que esperar la muerte, situación que no predispone mucho a la virtud. 
Todo había cambiado. Incluso el aire mismo. En el lugar de las borrascas secas y violentas que me acogieron antaño, ahora soplaba una brisa suave cargada de aromas. Un ruido semejante al del agua venía de las montañas: era el viento en los bosques. En fin, lo más asombroso, escuché el auténtico sonido del agua fluyendo en un estanque. Vi que habían construido una fuente que manaba con abundancia y lo que me impresionó, que cerca de ella habían plantado un tilo que ya podía tener cuatro años, ya grueso, símbolo incontestable de una resurrección. 
Además, Vergons mostraba signos de un trabajo para cuya empresa era necesaria la esperanza. La esperanza había pues regresado. Se habían desescombrado las ruinas, tirado las paredes rotas y reconstruido cinco casas. La aldea contaba ya con veintiocho habitantes incluyendo cuatro parejas jóvenes. Las casas nuevas, recién enlucidas, estaban rodeadas de huertos, donde crecían, mezcladas pero distribuidas, verduras y flores, coles y rosales, puerros y bocas de dragón, apios y anémonas. Era ya un lugar que daba deseos de habitar. 
A partir de allí, seguí mi camino a pie. La guerra de la que a penas salíamos no había permitido aún el pleno florecimiento de la vida, pero Lázaro ya estaba fuera de la tumba. En los flancos inferiores de las montañas vi campos verdes de cebada y de centeno; en el fondo de los estrechos valles, reverdecían algunas praderas. 
No hicieron falta más que otros ocho años para que toda la comarca resplandeciera de salud y bienestar. Sobre el emplazamiento de las ruinas que vi en 1913, ahora se levantan granjas bien enjalbegadas, que denotan una vida feliz y confortable. Los antiguos manantiales, alimentados por la lluvia y la nieve que retienen los bosques, vuelven a correr y se han canalizado sus aguas. Junto a cada granja, entre bosquetes de arces, los estanques de las fuentes se desbordan sobre alfombras de fresca menta. Los pueblos se han reconstruido poco a poco. Una población venida del llano donde la tierra es cara se ha establecido en la comarca, trayendo juventud, movimiento, espíritu de aventura. Por los caminos nos encontramos hombres y mujeres bien alimentados, muchachos y muchachas que saben reír y que han retomado el gusto por las fiestas de la campesinas. Si se cuenta la antigua población, irreconocible desde que vive con comodidad, y los recién llegados, más de diez mil personas deben su felicidad a Eleazar Bouffier. 
Cuando reflexiono que un solo hombre reducido a sus simples recursos físicos y morales, ha bastado para hacer surgir del desierto esta tierra de Canaán, encuentro que, a pesar de todo, la condición humana es admirable. Pero cuando considero toda la constancia, en la grandeza del alma y la abnegada generosidad que hace falta para obtener este resultado, me entra un inmenso respeto por aquel viejo campesino sin cultura que a su manera supo sacar adelante una obra digna de Dios. 
Eleazar Bouffier murió plácidamente en 1947 en el asilo de Banon.


FIN

Traducción del francés de Francisco Figueroa / Fundación As Salgueiras 

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