miércoles, 19 de septiembre de 2012

El hombre que plantaba árboles 2


Sello francés con la imagen de Jean Giono
Jean Giono
El hombre que plantaba árboles (2)

(viene de la primera parte)

El pastor, que no fumaba, fue a buscar un saquito y lo vació sobre la mesa, formando un montón de bellotas. Se puso a examinarlas una tras otra, con mucha atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba mi pipa y le propuse ayudarle. Me dijo que eso era asunto suyo. En efecto: viendo el cuidado que ponía a su trabajo, no insistí más. Ésa fue toda nuestra conversación. Cuando el montón de bellotas en buen estado fue lo bastante grande, las contó en grupos de diez. De este modo iba eliminando aún las pequeñas o las que estaban ligeramente agrietadas al examinarlas con más detenimiento. Cuando tuvo ante si cien bellotas perfectas, paró y nos fuimos a dormir. 
La compañía de éste hombre daba paz. Al día siguiente le pedí permiso para descansar todo el día en su casa. Lo encontró perfectamente natural, o, más exactamente, me daba la impresión de que nada podía molestarlo. Este descanso no me era necesario en absoluto, pero estaba intrigado y quería saber más. Hizo salir su rebaño y lo llevó a pastar. Antes de salir, sumergió en un cubo de agua el saquito donde había puesto las bellotas que había elegido y contado cuidadosamente 
Me di cuenta de que a guisa de cayado llevaba una barra de hierro tan gruesa como un pulgar y de alrededor de un metro cincuenta de largo. Hice como el que camina relajadamente y seguí una ruta paralela a la suya. El pasto de sus animales estaba en el fondo de una hondonada. Dejó el pequeño rebaño al cuidado del perro y subió hacia el lugar donde me encontraba. Tuve miedo de que viniera a reprocharme mi indiscreción, pero no fue así en absoluto: era su camino, y me invitó a acompañarlo si no tenía nada mejor que hacer. Iba a doscientos metros de allí, hasta un alto. 
Llegado al lugar que él quería, comenzó a hincar su barra de hierro en la tierra. Hacía así un agujero en el que ponía una bellota, luego volvía a tapar el agujero. Plantaba robles. Le pregunte si la tierra le pertenecía. Me respondió que no. ¿Sabía de quién era? No sabía. Suponía que era un terreno comunal, ¿o quizás fuera propiedad de personas a quienes no les preocupaba?. A él le daba igual no conocer los propietarios. Plantó así cien bellotas con sumo cuidado. 
Después de la comida volvió a seleccionar sus semillas. Creo que fui bastante insistente en mis preguntas porque las respondió. Hacía tres años que venía plantando árboles en esas soledades. Ya había plantado cien mil. De aquellos cien mil habían germinado veinte mil. De esos veinte mil contaba con que todavía se perderían la mitad, a causa de los roedores o de todo aquello que es imposible de prever en los designios de la Providencia. Quedaban diez mil robles que iban a crecer en este lugar donde antes no había nada. 
Fue entonces cuando me interesé en la edad de ese hombre. A simple vista tenía más de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Eleazar Bouffier. Había sido propietario de una granja en el llano, donde vivió. Había perdido a su único hijo y después a su mujer. Se retiró a la soledad donde asumió el placer de vivir tranquilamente con sus ovejas y su perro. Juzgó que esa comarca se estaba muriendo por falta de árboles. Añadió que, no teniendo ocupaciones muy importantes, había resuelto poner remedio a ese estado de cosas. 
Llevando yo mismo en ese momento, a pesar de mi juventud, una vida solitaria, sabía cómo aproximarme con delicadeza a las almas solitarias. A pesar de ello, cometí un error. Mi juventud, precisamente, me inclinaba a imaginar el porvenir en función de mí mismo y de una cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años estos diez mil robles estarían magníficos. Me respondió muy sencillamente, que si Dios le conservaba la vida, en treinta años habría plantado tantos otros que esos diez mil serían tan sólo como una gota de agua en el mar. 
Ya estaba estudiando, además, la reproducción de las hayas y cerca de su casa había montado un vivero con hayucos. Los ejemplares que había protegido de sus ovejas con un cercado espinoso crecían hermosos. También estaba pensando plantar abedules en los fondos de valle, donde me dijo que había una cierta humedad remanente varios metros bajo la superficie.
Nos separamos al día siguiente. 
El año siguiente comenzó la guerra del catorce, en la que estuve alistado durante cinco años. Un soldado de infantería no tenía ni oportunidad de pensar en árboles. A decir verdad, esa cuestión no me había impresionado: la consideré como un juego, como una colección de sellos, y la olvidé. 
Pasada la guerra me encontré con un minúsculo subsidio de desmovilización y con un gran deseo de respirar un poco de aire puro. Fue así, sin ideas preconcebidas salvo ésa, como retomé el camino de aquellos parajes desolados. 
La comarca no había cambiado. Sin embargo, más allá de la aldea abandonada percibí a la distancia una suerte de neblina grisácea que cubría los montes como una alfombra. La víspera había vuelto a pensar en aquel pastor que plantaba árboles. “Diez mil robles, me dije, ocupan verdaderamente un espacio muy grande”. 
Había visto morir demasiadas personas durante cinco años como para poder imaginar fácilmente la muerte de Eleazar Bouffier, además de que cuando se tiene veinte años se considera a los hombres de cincuenta ancianos a quienes no les queda más que morir. No estaba muerto. Incluso estaba bien lozano. Había cambiado de oficio. Ya no poseía más que cuatro ovejas pero, en compensación, un centenar de colmenas. Se había deshecho de los corderos porque ponían en peligro sus plantaciones de árboles. Pues, me dijo (y lo constaté) no se había preocupado lo más mínimo por la guerra. Había continuado plantando imperturbable. 
Los robles de 1910 tenían entonces 10 años y eran más altos que él y que yo. El espectáculo era impresionante. Me quede literalmente sin palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseando por su bosque. Tenía en tres secciones once kilómetros de largo y tres kilómetros en su parte más ancha. Al recordar que todo había brotado de las manos y del alma de ese hombre —sin medios técnicos— se comprende que las personas podrían ser tan eficaces como Dios en dominios diferentes al de la destrucción. 
Había seguido su idea, y como testimonio estaban las hayas que me llegaban al hombro y se habían extendido hasta perderse de vista. Los robles estaban frondosos y habían ya superado la edad en que estaban a merced de los roedores; en cuanto a los designios de la Providencia, en adelante a ella misma le haría falta recurrir a ciclones para destruir la obra creada. Me mostró bosquetes admirables de abedules que databan de cinco años atrás, es decir de 1915, la época en que combatí en Verdún. Los había situado ocupando las hondonadas donde sospechaba, con toda razón, que había humedad casi a flor de tierra. Eran tiernos como muchachas y muy decididos. 
(Continuará en la tercera parte)

Traducción del francés de Francisco Figueroa / Fundación As Salgueiras 

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